En un mar manso, como estancado, un cuerpo femenino con el rostro sumergido en el agua, solo se le ve la espalda. Se mantiene a flote relajada hasta que atraída por el fondo se hunde hasta desaparecer.
Con mínimos movimientos, en un remanso de paz, austero e inerte, la pasividad hace flotar calmadamente a la bañista. Reflejándose en el agua en una acción aislada, dibuja inconscientemente ondas y resplandores sobre la superficie del agua. Los brazos, proyectados hacia el fondo y resurgiendo ocasionalmente con un ritmo calmo. La cadenciosa e inmutable acción de su cuerpo parece resignado. Meciéndose, derivando sin moverse del lugar, con naturalidad se hace una con el agua. Aguanta, se contiene, sin palmear se deja llevar frente a su propia templanza. Entregada, examinando sus profundidades, es aceptada al margen del otro lado, de la costa donde aguarda la cotidianidad, donde la vida sigue su curso. Un ocioso acontecimiento vacacional descontextualizado de las circunstancias externas. Una consciencia introspectiva que ha de borrar de la memoria la orilla. Flotando boca abajo, como muerta, trasluce tanto una paciencia absoluta como un dejarse llevar, hasta que se hunde.
La bañista permanece inalterable flotando en el agua calma, resiste y, no obstante, está atrapada, confinada, con una firmeza amortiguada por el mar, al cuadro de la imagen. Este abandono, causado por el propio recogimiento, se desarrolla en la atemporalidad del blanco y negro y es remarcada por el punto de vista cenital observada como si reposase sobre una placa de Petri. Las luces del verano se reflejan suavemente aportándole una irrealidad mientras explora la incertidumbre. El ritmo ralentzado y la composición, natural y elegante, refuerzan la potencia de la imagen formando un todo condensado en sí mismo.